“El ensayo fílmico es una forma alternativa de concebir el cine, cine como instrumento para la reflexión, liberado de los patrones del estándar industrial y de las estructuras narrativas cerradas. Un cine que a veces apunta a la realidad en busca de un lenguaje que dé forma a la reflexión”.
Manuel Yánez[1]
Con estas palabras que citamos introduce el crítico de cine Manuel Yánez una sección de su artículo que titula “La filtración de la ficción. El documento ficcionado”. Así está construido el documental El camello que llora, con una filtración de la ficción en una realidad documentada, utilizada para construir esta obra de arte.
El filme tiene una duración de 90 minutos y fue realizado, inicialmente, como tesis de grado de dos estudiantes de la Escuela de Cine de Munich, Luigi Falorni, de origen italiano, y Byambasuren Davaa, de origen mongolés. La sensibilidad de la aproximación de estos jóvenes cineastas a la realidad de sus protagonistas, permitió que el componente ficcionado fluyera de tal forma que se hace prácticamente invisible; tanto que exime al espectador de la incredulidad que puede surgir de la recreación de las escenas cotidianas y da efectividad a la intención divulgativa de información característica del cine documental.
Se construye así un relato que culmina con un cuestionamiento dolorosamente profundo. Una familia nómada de tres generaciones que habita en el desierto de Gobi en Mongolia es el canal conductor para llegar a la pregunta que cierra el filme: ¿cuánto tiempo tardaremos en destruir por completo las pocas formas de vida humana no alienadas que nos quedan en el mundo?
En general este filme registra una realidad sorprendente, lo que representa un factor peligroso para su sensación de veracidad, pues habla de un mundo paralelo a la modernidad occidental.
Un ser metropolitano no asimila con facilidad estas realidades. Sin embargo, el trabajo de cámara y de edición crean una cinematografía con una velocidad y un ritmo que facilitan la aproximación para cualquier audiencia. Quizás esto se deba a la familiaridad con la que los realizadores abordan la filmación y a los protagonistas de la historia, pero en cualquier caso, a lo que apela con un éxito impactante para su género, es a la identificación universal de códigos. Todos podemos dar nombre a los sentimientos de esa camella, eso no es nada sencillo de lograr en cine sin matar de aburrimiento al espectador. Bastó presenciar una sala de estudiantes de pregrado normalmente desinteresados por los temas más cautivantes centrar su atención, sin emitir palabra, en la situación conflictiva entre una camella y su cría. Sorprendente de verdad.
Se hace evidente en este trabajo una intención discursiva formulada, explícita en la estética sobre todo -la belleza extrema de las imágenes es un arma de seducción infalible en esta obra-. En el silogismo planteado también se siente dicha intención. Hay dos premisas: “la vida de trabajo en el desierto inclemente es dura” y “esta misma realidad puede hablar más bien de una vida armónica entre ser humano y naturaleza”; y hay una conclusión: “sin importar cuan valiosa sea esta armonía, al final siempre estaremos expuestos a ser contaminados por la hegemonía capitalista cuyo ancla publicitario es una promesa de comodidad (incumplida por definición)”.
Es casi tan importante el climax de este filme (es decir, la escena de la música ofrecida a la camella y su cría) como su final, cuando la familia obtiene por primera vez un televisor. Éstas son imágenes opuestas, pero ambas causan el mismo efecto de exitación y alegría en los protagonistas. Una habla de la conservación de rituales que vinculan al hombre con la naturaleza de una manera tan sensible que genera entre ellos una fusión entre seres vivos, la otra representa el rompimiento de ese vínculo desde lo que podríamos considerar algo así como una mezcla entre inocencia y ambición, combinación que casi siempre tiene como resultado la alienación.
El material documental “ficcionado” está organizado de tal modo que su conjunto es una obra de arte, de extremo valor para nuestro mundo desensibilizado. Nos atrae tanto la tecnología que, en nombre del progreso, contaminamos y destruimos el mismo aire que respiramos pese a la conciencia científica ya comprobada de que estamos jugando al suicido global, sin mencionar los destrozos a la psique del colectivo. Hoy, trabajos como éste, que saben llegarle a cualquier audiencia, que logran la atención de los menos interesados, son de vital importancia.
Con estas palabras que citamos introduce el crítico de cine Manuel Yánez una sección de su artículo que titula “La filtración de la ficción. El documento ficcionado”. Así está construido el documental El camello que llora, con una filtración de la ficción en una realidad documentada, utilizada para construir esta obra de arte.
El filme tiene una duración de 90 minutos y fue realizado, inicialmente, como tesis de grado de dos estudiantes de la Escuela de Cine de Munich, Luigi Falorni, de origen italiano, y Byambasuren Davaa, de origen mongolés. La sensibilidad de la aproximación de estos jóvenes cineastas a la realidad de sus protagonistas, permitió que el componente ficcionado fluyera de tal forma que se hace prácticamente invisible; tanto que exime al espectador de la incredulidad que puede surgir de la recreación de las escenas cotidianas y da efectividad a la intención divulgativa de información característica del cine documental.
Se construye así un relato que culmina con un cuestionamiento dolorosamente profundo. Una familia nómada de tres generaciones que habita en el desierto de Gobi en Mongolia es el canal conductor para llegar a la pregunta que cierra el filme: ¿cuánto tiempo tardaremos en destruir por completo las pocas formas de vida humana no alienadas que nos quedan en el mundo?
En general este filme registra una realidad sorprendente, lo que representa un factor peligroso para su sensación de veracidad, pues habla de un mundo paralelo a la modernidad occidental.
Un ser metropolitano no asimila con facilidad estas realidades. Sin embargo, el trabajo de cámara y de edición crean una cinematografía con una velocidad y un ritmo que facilitan la aproximación para cualquier audiencia. Quizás esto se deba a la familiaridad con la que los realizadores abordan la filmación y a los protagonistas de la historia, pero en cualquier caso, a lo que apela con un éxito impactante para su género, es a la identificación universal de códigos. Todos podemos dar nombre a los sentimientos de esa camella, eso no es nada sencillo de lograr en cine sin matar de aburrimiento al espectador. Bastó presenciar una sala de estudiantes de pregrado normalmente desinteresados por los temas más cautivantes centrar su atención, sin emitir palabra, en la situación conflictiva entre una camella y su cría. Sorprendente de verdad.
Se hace evidente en este trabajo una intención discursiva formulada, explícita en la estética sobre todo -la belleza extrema de las imágenes es un arma de seducción infalible en esta obra-. En el silogismo planteado también se siente dicha intención. Hay dos premisas: “la vida de trabajo en el desierto inclemente es dura” y “esta misma realidad puede hablar más bien de una vida armónica entre ser humano y naturaleza”; y hay una conclusión: “sin importar cuan valiosa sea esta armonía, al final siempre estaremos expuestos a ser contaminados por la hegemonía capitalista cuyo ancla publicitario es una promesa de comodidad (incumplida por definición)”.
Es casi tan importante el climax de este filme (es decir, la escena de la música ofrecida a la camella y su cría) como su final, cuando la familia obtiene por primera vez un televisor. Éstas son imágenes opuestas, pero ambas causan el mismo efecto de exitación y alegría en los protagonistas. Una habla de la conservación de rituales que vinculan al hombre con la naturaleza de una manera tan sensible que genera entre ellos una fusión entre seres vivos, la otra representa el rompimiento de ese vínculo desde lo que podríamos considerar algo así como una mezcla entre inocencia y ambición, combinación que casi siempre tiene como resultado la alienación.
El material documental “ficcionado” está organizado de tal modo que su conjunto es una obra de arte, de extremo valor para nuestro mundo desensibilizado. Nos atrae tanto la tecnología que, en nombre del progreso, contaminamos y destruimos el mismo aire que respiramos pese a la conciencia científica ya comprobada de que estamos jugando al suicido global, sin mencionar los destrozos a la psique del colectivo. Hoy, trabajos como éste, que saben llegarle a cualquier audiencia, que logran la atención de los menos interesados, son de vital importancia.
[1] “Sobre el derrumbe de la frontera entre documental y ficción” Revista electrónica Miradas de Cine. http://www.miradas.net/0204/articulos/2004/0404_realidadficcion1.html
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